La chica del The New Yorker
- Alberto Espinosa
- Dec 4, 2024
- 4 min read

Mientras que mi yo de hace unos años renegaba hasta la víscera de los muros de pago en los medios de comunicación, mi yo de hoy en día no sólo los acepta sino que piensa que pueden ser la principal arma contra la dependencia de los grandes grupos editoriales, de los grandes patrocinadores y de los grandes sacos de dinero que reporta la publicidad institucional o gubernamental. El futuro me ha doblegado. El tiempo es un enemigo inabarcable.
Ya tengo en el bolsillo alguna suscripción a medios, pero le tengo puesto el ojo a una en concreto que me embriaga, no sé si porque creo que me acerca al tipo que quiero ser o porque de verdad voy a ser un lector dedicado a sus historias y a sus viñetas. Hablo de The New Yorker, un icono que promueve las letras y el postureo cultureta. ¿Qué más se puede pedir?
Ataqué su web el otro día, buscando en qué gastarme unos euros más al mes porque a quién le hace falta tener dinero en el banco. Pero la suscripción me generó una duda: cómo llega la revista a casa y sobre todo, cuándo. Me parecía un punto importante que aclarar antes de decidir si la suscripción incluiría el papel como objeto de coleccionismo o sólo me reportaría la posibilidad de leer en el iPad.
Pregunté, como haría cualquiera, y me atendió una amable chica de nombre hispano cuyo correo electrónico acababa en @thenewyorker.com, lo que me hizo sentir una profunda envidia. Aclaró mi duda con la solvencia que le da la experiencia y seguramente un catálogo de respuestas previamente preparado. Nada más que añadir, todo OK.
Hoy he recibido un email del departamento de atención al cliente de The New Yorker. Me han pedido que califique a la chica que me respondió con cuestiones acerca de cómo me sentí yo mientras leía su respuesta y si fue lo suficientemente clara y diligente. Luego me han solicitado que la juzgue con una, dos, tres, cuatro o cinco estrellas. Le he dado la puntuación máxima, ya que el mero hecho de tratar de ayudarme lo considero como un trabajo bien hecho.
No obstante, odio participar en estos exámenes. Cada vez más. Intento responder menos encuestas de satisfacción y contestar menos emails de valoración. Cuando me llaman tras alguna gestión para juzgar el trabajo de quien me ha atendido, si puedo escaparme, cuelgo antes de que una locución diga “valore del 1 al 10”. No quiero participar en una actividad en la que los seres humanos tenemos que estar calificándonos unos a otros según nos tratamos durante interacciones meramente profesionales, bajo el yugo de unos estándares que marcan vete a saber quiénes al servicio de vete a saber qué empresas con un deplorable objetivo: medir el rendimiento gracias a la valoración de desconocidos.
El capitalismo hace que cualquiera con algo de dinero en el bolsillo sea un potencial cliente. Y eso parece darle el derecho y la opción de calificar el trabajo de otra persona atendiendo únicamente a un email o a dos minutos de llamada telefónica. Un tono, una elección de una palabra, una falta de ortografía o cualquier otra insignificancia pueden suponer un problema para un trabajador. Yo, que no soy (aún) cliente de The New Yorker pude informar a la empresa de que esa chica había hecho mal su trabajo, acusándola de desgana o desidia, por ejemplo, sin aportar prueba alguna. ¿Quién me vigila a mí si le pongo una estrella o si digo que fue impertinente? ¿Por qué una empresa tiene que tener en cuenta mis criterios personales de valoración de atención al cliente? ¿Me convierte en juez de un trabajador cualquiera el mero hecho de tener 6 euros en el bolsillo con los que suscribirme a la oferta de The New Yorker?
El otro día escuchaba a un cómico hablar de su experiencia como extrabajador de El Corte Inglés. Una señora le había devuelto unos zapatos tras un año de uso y alegaba que en tan poco tiempo era imposible que se deteriorasen así (indicaba el cómico que tenían el aspecto normal de un año de uso). Él trató de negociar, pero su supervisor accedió al cambio de prenda más por evitar el problema que porque la señora tuviera razón, que evidentemente no la tenía. Una vez hecho el cambio, esta pidió poner una reclamación por el comportamiento de ambos vendedores. Y ellos se comieron un broncón del jefe de planta.
Todos conocemos casos parecidos. Ahora que Internet está a la mano de cualquiera, hemos normalizado dar nuestra opinión sobre cualquier cosa. Nos escudamos en la libertad de expresión, pero es un concepto demasiado grande y que la mayoría ni siquiera entiende, demostrándose con creces cuando es el único motivo por el que se justifica poner un tweet contra el servicio de una cafetería atestada de gente, una reseña negativa a un negocio familiar que quizá no tuvo un buen día, o a una chica de una revista que trata de hacerte entender que no hay forma humana de enviar un ejemplar de Nueva York a Murcia el mismo día de su aparición en el quiosco.



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